Soy historiadora, aunque siempre me ha costado asumirlo . Entre el “síndrome del
Impostor” y una idea muy estereotipada (reforzada por listillos que se dicen historiadores) de cómo debe ser alguien que se dedica al estudio del pasado, pues como que yo nunca me ví así…
Sin embargo, todo parece tener sentido. Conforme ha pasado el tiempo, no sé si es una interpretación a posteriori, para no morir de pena por la vocación no encontrada, o porque sí, porque tal vez el tiempo siempre ofrece un poco de perspectiva, precisamente como dicen los y las historiadoras, incluso las que se dedican a entender el “tiempo presente”.
La cosa es que con el tiempo voy sintiendo que no estaba tan errada, que tal vez el pasado sí era lo mío, pero no de esa manera, repito, que de tan estereotipada terminó siendo muy aburrida, por mencionar sólo el menor de sus problemas.
En fin… el tiempo; esa sustancia que permite interpretar eso que una siente que siempre estuvo ahí y que, desde el presente, a veces es muy difícil de entender.
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Crecí en un pueblo/ciudad de provincia. Y no sólo eso: pasado un tiempo, nos mudamos al que se convertiría en el espacio de mis recuerdos más entrañables, el lugar en el que crecí y al que sigo llamando mi casa. Cada año, en vacaciones, digo que voy a mi casa…
Llegar ahí fue extraño: llegamos a una casa que estaba prácticamente en obra negra. Recuero el olor a cemento y la convivencia cotidiana con los albañiles que construyeron ese lugar que se volvió refugio: Fidel, Don “Caguamo”. Recuerdo que esos hombres hallaron una piedra que, al golpearla, sonaba dulce, a campana. Recuero que me daba miedo doña Laura, la viejita piadosa -ahora lo sé- que vendía aguardiente a los teporochos, a los “bolitos” del barrio.
Sin embargo, algo resultaba perturbador: esa casa, mi casa, se estaba construyendo frente a un panteón.
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A pesar de lo perturbadora que era la idea de ir a vivir frente a un panteón, debo confesar que, en el fondo, la situación me inquietó bien poco. La verdad es que el panteón no me daba miedo, me atraía… recuerdo tardes enteras jugando, recorriendo la morada de las y los muertos. Leyendo sus nombres y los años en los que habían vivido. Recuerdo la necesidad, estoy segura de que era biensana, de ver las fotos de los y las muertas… porque sí, porque además de nombre todas, todos y todes, tenemos también un rostro.
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Digo todo esto porque estoy leyendo a Mariana Enríquez, y con sus letras fue inevitable sentir la imbricación entre pasado y presente:
Debo decir que sólo asumiéndome como historiadora, sí, enorme clishé… solo como historiadora me di cuenta de que el
Cementerio es puro pasado (una obviedad)… de que los panteones son como el universo: un espacio colmado de estrellas. Esos rastros luminosos de lo que fue y ya no es… pero que sigue siendo, porque recordamos, porque es memoria
Y también historia.
Insisto: llegué a estas ideas de la mano de MarianaEnriquezMaiLob. Ahora pienso que capaz por eso me gustan tanto las historias de terror, esas que no permiten separar del todo la vida de la muerte; capaz que por eso me he aferrado a pensar que, aunque nacides ayer, en el
fondo somos seres prehistóricxs: puro azar de la naturaleza, puro polvo de estrellas.
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Vuelvo a Mariana y al párrafo que detonó todo esto en mi cabeza. No lo había pensado, pero lo sentía. Los cementerios, los panteones. Todos, todos son hermosos y lo son, porque son la memoria de la vida. De la vida:
“ Qué hermosos son los cementerios, pienso mientras miro por la ventanilla el cielo gris. Mi amiga Patricia duerme a mi lado. “Donde se puede leer su epitafio”. Donde quedan el nombre y la fecha, una voz que dice: estuve, fui. A lo mejor ya nadie sabe mi nombre pero alguna vez alguien me recordó”
Postdata: Nadia. Prometo ir a buscar tu tumba
Tanina Ocampo S.